Maneater

      Las tardes tertulianas pueden ser una tortura, una muy exhausta para quién tenga una facilidad de aburrirse y crisparse los nervios, sin embargo, la italiana sencillamente no perdía los estribos de su estabilidad emocional cómo muchos pueden creer. Bellamente dotada de una mente brillante, capacitada para enfrentarse a ciertas situaciones con una espléndida y sagaz calma, volviéndose una calamidad e infortunio para otro que hubiera deseado hacerla estallar en cólera sin advertir antes que su madurez de femme fatale, no le permite expresar ciertas actitudes de niña mal. ¡Oh no!

    Ella es sobresaliente, la mejor en sus tareas y la envidia sana de otras compañeras que puedan refregarle en el rostro que ser rubia es mejor que ser castaña. Ridiculeces, por supuesto, nimiedades que a ella no le importan en absoluto, tomando la batuta de la orquesta y manipulándola más tarde a su favor. A popa y estribor, —si esto se tratará de una novela pirata—. Pero, más allá de su envidiable serenidad, esconde mucho más de lo que piensas.

   Y precisamente aquella tarde es algo caótica, abundando estudiantes en los pasillos, sometiéndose a charlas juveniles y avispadas. Ella parece buscar algo, lo hacía desde hace media hora. Se frustra. ÉL no se encontraba en los últimos pisos, así que verifico tras sus pasos dónde rayos pudiera estar… ¿Quién? Preguntarás. Bueno: ÉL es un hombre que la deja muda cuando le ve pasar, le hace cambiar el ritmo de sus pulsaciones, le agita el alma y el pecho a un nivel que nadie más ha podido hacerlo —exceptuando su tío—. Despertando en ella una posesión sobre éste indescifrable caballero que siempre se mueve por el internado a su voluntad, lustrando los pisos o simplemente batallando con algunos alumnos castigados para qué limpien a su lado.

     No se iba a mentir a sí misma, lo ha visto en sus sueños más húmedos. Tal vez muchos podrían sospechar, pero su adecuada forma para dirigirse a éste es inconfundiblemente cortesa. No hay tantas muestras de fogosidad más que su mirada ardiente, encendida como llamas suplicantes para que ÉL apague el fuego. Admira su desempeño en la limpieza, pero más adora a los hombres que al menos sepan lavar un plato o limpiar en profundidad la basura de los demás sin perder el machismo canónico e ideal. Ninguna lo tenía en la mira —por fortuna sino tendría que eliminar competencia—, lo había observado incontables veces en silencio, tanto, que sus ojos habían ya calculado las medidas de su cuerpo.

     Su cabellera limpia y ondeada, libre de coletas, la rodea hasta los hombros, marchando conforme descubría a su obsesión en su propio mundo. Necesitaba verle siempre, era una mala adicción, un mal hábito. Una droga.
    —¿Señor Erizalde? —Preguntas inmaculada, posando tus pozos claros sobre su persona—. Que grato encontrarlo por aquí. ¿Ya ha comido? Me preocupa que se esmere tanto en su trabajo y se olvide de algo tan sencillo como las comidas diarias. Tenía una pregunta para hacerle —"¿podría empotrarme?"—, ¿podría prestarme alguno de los productos de limpieza del internado?    

        Tras haber dejado pasar un pequeño intervalo de tiempo de persecución, segura de tus pasos sigilosos, buscas estudiar la puerta de sus aposentos. Las uñas apenas rasgan la madera resistente y tallada, siendo ésta una gruesa línea entre tú y él. Una princesa despechada que no logró ganar a su príncipe de manera justa… Espera, ¿príncipe? Eduardo Erizalde no es un príncipe en absoluto y eso es lo que más te llama poderosamente la atención.

    Saboreas la amargura en los labios, y, desciendes la mirada sobre la cerradura. Sin disimular tus deseos más oscuros y con una urgente necesidad de descubrirle en su soledad.

     Muerdes rabiosamente la boca cuando su cuerpo se exhibe. Tiene una dotada autonomía de soldado espartano y cada músculo, cada trazo de él es propiamente de un titán agresivo. Poderoso. Magnánimo en su más complejo estudio. Se te corta la respiración. Las mejillas se calcinan de rojo y sufres una oleada de emociones que rayan de la piromanía.

     ¿Qué tan loca podrías estar, para ser capaz de romper el muro y atreverte a más? Las preguntas se revuelven, se mecen y se ponen inquietas. “Debo parar, ¡ay!” Pero no puedes. El ojo vigilante aún sigue sin recuperarse, absorbente en la imagen erótica.

     Tomas suficiente coraje y te apartas lentamente; mareada y sofocada, en un indescriptible éxtasis que añorarás.

    No debe saber que has estado ahí.

    Debes marchar.

    Retrocedes, alejándote cautelosa y dando una pausada investigación del área, corroborando que no hay nadie. Más que tú y tus malos pensamientos. Bajas las escaleras próximas, y te quedas en el piso de abajo, paseando animada hasta topártelo nuevamente “por casualidad”.  

        En tu aura se manifestó cierta inquietud. Se está demorando, o tal vez lo has perdido. En el fondo tenías esperanzas, pero si no se puede dar otro encuentro cómo aquél… Ni modo. La garganta la tienes reseca, acosar a alguien da mucha sed. Una sed semejante a un desierto. Entras a la cocina, sirviéndote un buen vaso de jugo de naranja y sales sin imaginar que alguien se interpusiera en tu camino.

     El choque fue inevitable, un atropello descuidado que te tiró al suelo con fuerza —y eso que no eres tan frágil cómo aparenta tu fisonomía—, volcando incluso, todo el zumo y desparramándose por doquier. Una parte en tu limpio cabello, otra, sobre tu blusa, acentuando el pecho que se esconde en la indumentaria. Las piernas semiabiertas, dolida, no emites un ruido de queja. Pero entonces acariciaste los mechones castaños, notas el remojado pegajoso... La mandíbula se tensionó, sentiste incomodidad, angustia por estar sucia sin dar mérito de que te vean remotamente iracunda. Perder los estribos no es parte de tu carácter.

    Levantas la mirada para observar al causante de todo aquello. Es ÉL. Reflejaste asombro.

    “¡Bendito sea el destino!”

    Te incorporaste gracias a su ayuda. ¿Realmente sintió preocupación y culpa… por ti? Ocultaste una tímida sonrisa, cómo si olvidarás tu suciedad por ése fugaz momento. Brindándote nuevamente confusión respecto a sus decisiones. ¿No sentía desdén por tu presencia? ¿Cuál es la causa de su cambio? Quisiste creer por un instante, que eras la damisela en apuros en una escena demasiado cliché, de novelas románticas. La fortuna te sonríe.

    Suspiras de alivio, el dolor desapareció.
    —No pasó nada —le admiraste afable con un pequeño sonrojo. Y caminas por su lado, naturalemente sofisticada pese al líquido sobre ti—: Limpiaré, y no me sea terco, por favor… Usted ya ha hecho suficiente por hoy.  

        La mirada se pierde en sus gestos, adecuados a un hombre que peca de indiferente la mayoría de las veces pero hoy… ¿Hoy le habrá afectado el hambre? Remarcas un centelleo curioso, deseando saber que esconde ÉL en su interior. Evidentemente, una actitud de indiferencia matadora a una de caballero complaciente, ¡es completamente extraño! Tenías una leve sospecha, tal vez te estabas equivocando, producto de una inminente locura obsesiva sobre poseerlo por completo.

    Que sea tuyo. Ser suya.

    —He notado que le gusta dar órdenes, señor —comentas al aire—, y muy terco la mayoría de las veces… Pero entienda que no siempre hay gente mal educada, que existen personas que quieren tender su mano —hablas, cuidando el lenguaje para nivelarlo en acotaciones suaves. Que no busquen realmente ofender, pues ése no es el objetivo. No sabes cómo iba a tomárselo.

    Detienes la marcha después de un breve paso, y te giras, verlo en aquellas muestras hacen que reprimas un grito ahogado de fanatismo. Deseabas decir si pero:
    —¿Por qué ha de ser necesario? ¿Desea ver cómo me cambio? —sonríes, pecando de burlona por su culpa. Y no lo entiendes, no le encuentras lógica.

   La razón primaba sobre tus deseos. La posición de señorita correcta ante todo y el encanto de una rosa silvestre—. Es muy amable, pero debo rechazar su oferta. Es decir, ¿de verdad quiere? Hace unos momentos le importunaba mi presencia, que se sienta obligado a venir conmigo… Sería mucho pedir. Gracias de todas formas —suspiras con parsimonia, “tal vez me arrepienta de esto”, llegas a pensar. Dejando pasar tremenda oportunidad.

    “¿Por qué me atormenta así?, ¿debo permitir que usted, mi mala medicina, envenene mi buena moral? Quiero ser su amante, ¿no lo entiende? Aquella que sucumbe a la pasión y entrega. Que anhela un acompañante para no despertar sola, que me escuche, que me abrigue en los días fríos… ¿Qué puedo hacer? ¡Soy una romántica sin causa!”

        —Ésa actitud es de persona cuadrada, señor Erizalde —dices en una calma horrorosa, presuntuosa en demostrar una altivez honorable, y sabiendo en el fondo que a él no le iba a afectar, por ende, soltarlo sin escrúpulo—. ¿Cuál es la razón? ¿Lo hace por desconfianza y me cree igual a los demás? —preguntas hipnotizada.

      Los músculos de su cuerpo, cada línea y trazo curvilíneo recorren un sendero sensual, inevitablemente, se guardan en la memoria en forma de destellos, asemejándose a los flashes de una cámara de fotos.  

     ¿Por qué te gusta? Porque es un imposible. Un hombre auténtico que no tiene piedad en despedazarte la cara, morder y atacar dónde más duele. Sincero hasta la médula. ¡Qué se le va a hacer! Te encanta saborear el veneno infumable de las actitudes insensibles; cualquier muchachita le frustraría el maltrato psicológico, tú no, sigues igual de fascinada sin desistir. Dejándote pero no dejándote arrinconar en un juego peligroso y violento, en qué la presa no sabe que está siendo cazada.

    Das una última mirada sobre tu rabillo antes de seguir, te intranquiliza saber que pudiste haberlo tenido mucho más tiempo a tu lado… No es algo por lo que ibas a llorar o lamentarte. Y sin que te viera a la cara, sonríes sibilina, saboreándote la fila superior de los dientes con un pensamiento mordazmente seguro: Nos volveremos a ver, querido. El Internado es demasiado pequeño e impredecible.